Comentario
CAPÍTULO XIII
Otra ciudad arruinada. --Reliquias. --Ruinas de San Francisco. --Se prueba ser éstas las de la primitiva llamada Ticul. --Un precioso vaso. --Examen de un sepulcro. --Descubrimiento de un esqueleto y de un vaso. --Una aguja india. --Aquellas ciudades no fueron edificadas por descendientes de Egipto. --No es mucha su antigüedad. --Examen que hizo del esqueleto el Dr. Morton, y su juicio en la materia. --Momias del Perú. --Estas ciudades fueron edificadas por los antepasados de la raza actual. --El ceibo. --El camposanto. --Un pueblo tranquilo
Afortunadamente para el particular objeto de nuestra expedición, a dondequiera que íbamos de aquel país se presentaban a nuestra vista monumentos de sus antiguos habitantes. Cerca de Ticul, casi en los suburbios, se encuentran las ruinas de otra antigua y desconocida ciudad. La muestra de ellas nos saltaba a la vista desde nuestra llegada. El cura tenía en su poder algunas piedras de nuevos y bellísimos diseños; y cabezas, vasos y otras reliquias, halladas en las excavaciones de las ruinas, se veían fijadas como adornos en las fachadas de las casas. Mi primer paseo con el cura se dirigió hacia aquellas ruinas.
Al remate de una larga calle real, más allá del camposanto, cruzamos a la derecha por un estrecho sendero cubierto de espesos arbustos de flores silvestres, sobre los que posaban algunas aves de muy bello plumaje; pero tan infestados de garrapatas, que teníamos que sacudirnos a cada paso con una rama de árbol.
Este sendero nos condujo a la hacienda San Francisco, propia de un caballero del pueblo, que había levantado las paredes de un amplio edificio, que jamás llegó a terminar. Había allí vistosos y frondosos árboles, y la vista del sitio se presentaba rural y pintoresca; pero era mal sano. Aquel follaje verde oscuro estaba impregnado del germen de la muerte. El propietario no la visitaba sino en el buen tiempo, y los indios que trabajaban en las milpas se retiraban por la noche al pueblo.
A corta distancia detrás de la hacienda se encontraban las ruinas de otra vasta y desolada ciudad, que no tenía nombre alguno a no ser el de la hacienda en que se hallaba situada. Una gran parte de la ciudad estaba entonces completamente oculta por el tupido follaje de los árboles. Cerca de allí, sin embargo, algunos fragmentos de murallas colocados sobre terraplenes destruidos se presentaban a la vista. Subimos al más elevado de dichos terraplenes, desde donde dominamos la magnífica perspectiva de un espléndido bosque, y a alguna distancia las torres de la iglesia de Ticul que descollaban con su color oscuro. El cura me dijo que en la estación de la seca, cuando los árboles están despojados de su frondosidad, había contado desde aquel punto treinta y seis terraplenes o montículos, cada uno de los cuales soportaría antiguamente algún edificio o templo, que se había destruido con el tiempo. En la completa destrucción de las ruinas era imposible formarse una idea de lo que había sido aquel sitio, sino sólo por su amplitud y por las muestras de piedra labrada que se presentaban en el pueblo; pero sin duda alguna eran del mismo carácter que las de Uxmal y erigidas por el mismo pueblo. Su vecindad a Ticul había hecho su destrucción más completa. Por algunas generaciones había servido como una cantera de donde los habitantes sacaban piedras para sus edificios. El actual propietario estaba entonces haciendo excavaciones y vendiendo, y se me lamentó de que la piedra labrada estaba casi agotada, y de que la ganancia que derivaba de ella había cesado.
Diremos algo para identificar aquellas ruinas. El plan para reducir a Yucatán fue enviar un corto número de españoles, que eran llamados vecinos (nombre usado hasta hoy para designar la población blanca), a las villas y pueblos de los indios de donde se juzgaba conveniente establecer colonias.
Tenemos relaciones claras y auténticas de la existencia de una considerable población india llamada Ticul, y ciertamente debió hallarse en la vecindad del lugar en que está situado el pueblo español de aquel nombre. Es preciso que haya estado o en el sitio ocupado actualmente por el último, o en el ocupado por las ruinas de San Francisco. Si es cierto el primer supuesto, no queda ningún vestigio de la existencia de la ciudad india. Ahora, es incontestable que los españoles hallaron en las ciudades indias de Yucatán baluartes, templos y otros grandes edificios de piedra. Si los de la hacienda San Francisco son de más antigua fecha, y obra de las razas que han desaparecido y de la misma forma de que aun existen vastos restos, aunque sujetos a las mismas causas destructoras, ¿cómo ha desaparecido toda traza de los edificios de piedra en la ciudad india?
En cada página de la historia de la conquista española leemos que los españoles nunca se aventuraron a ocupar las casas y pueblos de indios, como existían. Sus costumbres eran incompatibles con tales ocupaciones, y además su política consistía en desolarlas y destruirlas, y construir otras sobre ellas según su estilo y modo peculiares. No es probable que en la temprana época en que sabemos pasaron a Ticul y en su pequeño número hubiesen emprendido demoler toda la ciudad india y construir la suya sobre sus ruinas. Lo probable es que plantaron su propio pueblo en los confines del indio, y erigieron su iglesia como una antagonista y rival de los templos gentiles; los monjes con todas las imponentes ceremonias de la Iglesia Católica se opondrían a los sacerdotes indios; y destruyendo gradualmente el poder de los caciques, o conduciéndolos al suplicio, despoblaron la antigua ciudad, y atrajeron a los indios a su propio pueblo. Mi parecer es que las ruinas de la hacienda San Francisco son las de la primitiva ciudad de Ticul.
Por la gran destrucción de las ruinas, consideré inútil el emprender una exploración de ellas, especialmente considerando la insalubridad del lugar y nuestro estado de convalecencia.
En las excavaciones hechas constantemente se había descubierto de tiempo en tiempo objetos de interés, uno de éstos era un vaso, que afortunadamente se nos prestó para tomar un dibujo de él únicamente, pues que de otra suerte habría sufrido el infausto destino que corrió todo lo demás en aquel fatal incendio. Uno de los lados presentaba una guarnición de jeroglíficos en líneas deprimidas tiradas hasta el fondo, mientras que en el otro podía observarse una rígida semejanza con las figuras esculpidas y dadas de estuco que hallamos en el Palenque: el adorno de la cabeza era también un plumero, y la mano de la figura aparecía en una posición rígida o tiesa. El vaso tenía cuatro pulgadas y media de elevación, y cinco de diámetro. Es de una obra primorosa, y confirma lo que dice Herrera, hablando de los mercados de México y Tlaxcala, a saber, que "había allí plateros, trabajadores en plumas, barberos, baños y tan buenos alfareros como en España".
Todavía no consideraba prudente regresar a Uxmal, y la visita de aquellos vasos me indujo a consagrar algunos pocos días a la excavación en las ruinas. El cura se encargó de hacer todos los arreglos y preparativos, y por la mañana muy temprano nos encontramos en el lugar de la escena, acompañados de algunos indios. En medio de aquella vasta aglomeración de ruinas era difícil conocer en dónde debíamos comenzar la obra. En Egipto, las labores de los que habían investigado antes daban alguna luz a los que venían después; pero aquí todo era oscuridad y tinieblas. Mi mayor empeño era descubrir algún antiguo sepulcro, que había buscado inútilmente en Uxmal. Era preciso no buscarlo en los montículos más espaciosos, pues en todo caso habría costado mayor trabajo. Al fin, después de un examen cuidadoso, el cura escogió un sitio en el cual comenzamos la obra.
Era una estructura que la formaba una piedra cuadrada, decorada en la parte superior de tierra y piedras. Encontrábase en una pequeña milpa, a medio camino del que va de un alto montículo a otro de la misma elevación, y que evidentemente tuvo algunas importantes estructuras que, según su posición, tenían cierta especie de enlace con aquéllos. Desemejante en esto a todas las demás estructuras que veíamos en derredor, ésta se conservaba íntegra, con cada piedra en su lugar, sin que, según las apariencias, hubiese sido alterada desde que se colocaron las piedras sobre la tierra.
Los indios comenzaron a removerlas, apartando la tierra con las manos. Afortunadamente tenían consigo una barreta, instrumento desconocido en Centroamérica, pero indispensable en Yucatán a causa de la naturaleza pedregosa del terreno. Era primera vez en que no experimentaba una gran molestia en dirigir un trabajo de aquella clase, porque el cura daba sus instrucciones en lengua maya, y bajo su inspección los indios obraban con la mayor actividad. Sin embargo, el procedimiento era tardío de suyo. Mientras hacían la excavación, hallaron el lado inferior de la pared exterior y toda la parte interior se hallaba cubierta de tierra suelta y piedra con algunas capas de piedras planas y demasiado recias. Entretanto, el sol picaba con viveza; y algunas personas del pueblo, entre ellas el dueño de la hacienda, vinieron por curiosidad, no sin sonreírse algo de nuestra locura, a ver lo que hacíamos. El cura había leído una traducción española del Anticuario y dijo que estábamos rodeados de Edie Ochiltrees, a pesar de que él mismo con su figura alta y delgada, y con su largo traje, presentaba una viva imagen de aquel afamado mendicante. Seis horas había que estábamos trabajando sin interrupción, y según todas las apariencias comenzábamos a desesperar del buen éxito cuando, al levantarse una gran piedra plana, descubrimos bajo de ella una calavera humana. Ya puede el lector figurarse cuál sería nuestra satisfacción. Ordenamos a los indios que, haciendo a un lado la barreta y el machete, trabajasen con las manos. Yo deseaba con la mayor viveza apoderarme del esqueleto íntegro; pero era imposible lograrlo. Carecía de cubierta o envoltura de ninguna especie, la tierra lo rodeaba, y apenas se le hubo tocado cuando cayó hecho pedazos. Estaba en la posición de una persona sentada, con la cara hacia el oriente; las rodillas pegadas al lugar del estómago, los brazos doblados desde el codo, y las manos alrededor del cuello como sosteniendo la cabeza. La calavera se rompió por desgracia; pero el hueso facial entero juntamente con las mandíbulas y dientes, y vivo aún el esmalte de éstos, aunque cayeron algunos al tiempo de extraer la calavera. Los indios recogieron todos los huesos y dientes, y me los entregaron al punto. Era, en verdad, un espectáculo interesante, al vernos rodeados de aquellas elevadas ruinas y, después del transcurso de algunos siglos desconocidos, sacar a luz aquellos huesos. ¿A quién pertenecieron? Los indios estaban excitados y conversaban en voz baja. El cura, interpretándome su conversación, me dijo que hablaban de aquellos huesos como que pertenecían a alguno de sus progenitores, y que se preguntaban entre sí: "¿Qué dirá nuestro pariente por haber excavado sus huesos?" Si no hubiera sido por el cura, ellos hubieran vuelto a enterrarlos en el acto.
Al recoger los huesos, uno de los indios levantó un pequeño objeto blanco, que se habría escapado a cualquier ojo que no hubiese sido el ojo de un indio. Era construido del asta de un ciervo, como de dos pulgadas, agudo en la punta y con un ojo en la otra extremidad. Todos ellos la llamaron aguja, y la razón de su pronta y decidida opinión era que los indios actuales usan agujas del mismo material, dos de las cuales me procuró el cura a nuestra regreso al convento. Uno de los indios, que había adquirido alguna confianza charlando con el cura, dijo jocosamente que el esqueleto era o de una mujer o de un sastre.
El tal esqueleto no estaba colocado exactamente en el centro del sepulcro, pero tenía por uno y otro lado una gran piedra tosca clavada firmemente en la tierra, que habría exigido mucho tiempo para excavarla con nuestros instrumentos. Cavando alrededor por el otro lado, a poca distancia del esqueleto descubrimos un grande vaso de rudo barro, muy semejante al cántaro que hoy día usan los indios. Cubría la boca una gruesa piedra plana como para impedir la intromisión de la tierra suelta; mas, al removerla, encontrámoslo enteramente vacío a excepción de algunos pequeños fragmentos negros que cayeron y se confundieron con la tierra, al tiempo de extraer el vaso. A un lado del fondo tenía un pequeño agujero, a cuyo través podría haberse escapado un líquido o alguna substancia pulverizada. Tal vez contuvo agua, o el corazón del esqueleto. Habíamos logrado el vaso entero, pero hoy está reducido a cenizas.
Con mayor fuerza que antes presentose a mi espíritu una idea, y era la de la absoluta imposibilidad de atribuir estas ruinas a constructores egipcios. Yo había visto las magníficas tumbas de los reyes de Thebas: en ellas los egipcios habían prodigado su habilidad, industria y riqueza; y ningún pueblo educado en la escuela egipcia, o descendiente de los antiguos egipcios, habría construido un sepulcro tan rudo y tosco en lugar tan culminante. Además de eso, el hecho de hallar aquellos huesos en tan buen estado de preservación y a la sola distancia de tres o cuatro pies de la superficie de la tierra, destruye completamente toda idea de atribuir a esos edificios una extremada antigüedad, cuando por otra parte era universal y decidida la exclamación de los indios que decían: "¡Esos huesos son de nuestros progenitores!"
Pero sean de quien fueren, poco fue lo que hicieron sus piadosos amigos, que tenían por delante una imagen perpetua de la suerte a que estaban destinados. Lleveme los huesos al convento, de allí a Uxmal y por último a otra parte muy lejos, que los removía para siempre de los demás huesos de su familia. En los frecuentes viajes a lomo de mula y de indios se destrozaron de tal manera, que difícilmente los hubiera reconocido su antiguo propietario en un juicio contradictorio, y que me facilitó poderlos llevar una noche en un pañuelo de bolsa al doctor S. G. Morton de Filadelfia.
Este caballero conocido por las averiguaciones que ha hecho acerca de las facciones físicas de las primitivas razas americanas, y particularmente por su última obra titulada Crania Americana reconocida en el discurso anual del presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres como "un brillante presente a los amantes de la Fisiología Comparativa" el Dr. Morton, repito, en una comunicación sobre aquel objeto, por la cual le estoy muy reconocido, dice que este esqueleto, a pesar de su estado de destrucción, le había suministrado algunos hechos importantes y había sido el objeto de algunas reflexiones interesantes.
He aquí un extracto de su opinión. En primer lugar, la aguja no engañó a los indios que la hallaron en el sepulcro, pues que los huesos era efectivamente de una mujer. Su altura no excedía de cinco pies tres o cuatro pulgadas; los dientes estaban perfectos, mientras que la epífisis, este signo infalible de la edad del desarrollo, se había consolidado y señalaba el complemento de la edad adulta. Los huesos de los pies y manos eran notablemente pequeños y de proporciones delicadas, cuya observación se aplicaba también a todo el esqueleto. La calavera se hallaba destrozada, pero merced a una diestra manipulación logró el doctor recomponer las partes posteriores y laterales. El occipucio era notablemente plano y vertical, mientras que el lateral o diámetro parietal medía no menos que cinco pulgadas y ocho décimos. Un examen químico de algunos fragmentos de huesos mostró que se hallaban casi destituidos de materia animal, que en la perfecta estructura ósea constituye cerca de un treinta y tres por ciento. En la parte superior de la tibia izquierda había una prominencia llamada nodo en lenguaje quirúrgico, de pulgada y media de largo y de más de media pulgada de elevación. Esta condición morbosa podía haber resultado de varias causas, pero no carece de interés respecto a ser rarísima entre la primitiva población indiana del país.
En la última visita que hice a Boston tuve el gusto de examinar una pequeña e interesante colección de momias que posee Mr. John H. Blake, extraídas por él mismo de un antiguo cementerio del Perú, situado en la costa de la bahía de Chacota, cerca de Arica, a los 18º 20" de latitud S., y que ocupa un largo trecho del terreno. Los sepulcros son todos de una forma circular de dos a cuatro pies de diámetro, y de cuatro a cinco de profundidad. En uno de ellos descubrió Mr. Blake las momias de un hombre, una mujer, un muchacho de doce a catorce años de edad y un niño. Todas ellas se hallaban estrechamente envueltas en vestiduras de lana de varios colores y de diversos grados de finura, aseguradas con agujas de asta prendidas en toda la envoltura. Los esqueletos estaban saturados de cierta substancia bituminosa, y se conservaban todos en buen estado, bien así como las vestiduras de lana, debido sin duda en gran parte a la extrema sequedad del suelo y de la atmósfera de aquella provincia del Perú.
Mr. Blake visitó otros varios cementerios entre los Andes y el Océano Pacífico hasta Chile, todos los cuales poseen los mismos caracteres generales que los descubiertos en los elevados valles de los Andes del Perú. No hay recuerdo ni tradición respecto a estos cementerios, pero las vestiduras de lana, semejantes a las descubiertas por Mr. Blake, son usadas hasta hoy, y probablemente en la misma manera, por los indios del Perú. Y hacia la parte oriental de Bolivia, al S. del sitio en que se descubrieron estas momias, en lo más árido del desierto de Atacama, halló el doctor unos pocos indios, substraídos de la influencia española probablemente por la dificultad de llegar hasta su remota residencia, quienes retienen por esto mismo sus costumbres primitivas y que visten, exactamente en la forma y en la contextura, los mismos trajes de las momias que posee Mr. Blake.
El Dr. Morton dice que estas momias del Perú tienen las mismas peculiaridades en la forma de la calavera, la misma delicadeza de los huesos y la misma pequeñez notable de las manos y los pies, que tiene el esqueleto hallado en el sepulcro de San Francisco. Dice, además, por el examen de cerca de cuatrocientas calaveras de individuos pertenecientes a las antiguas naciones de México y Perú y de otras excavadas de los montículos de las regiones occidentales de nuestro país, que las encuentra todas formadas sobre el mismo modelo y notablemente semejantes a la que yo le llevé de San Francisco; y que este cráneo tiene el mismo tipo de conformación física que poseen, con sorprendente uniformidad, todas las tribus de nuestro continente, desde el Canadá hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico. Añade también que esto corrobora la opinión que siempre ha tenido, reducida a que, a pesar de alguna ligera variación en la conformación física y otras más notables en la parte intelectual, todos los americanos aborígenes de todas las épocas conocidas pertenecen a la misma grande y distintiva raza.
Si esta opinión es correcta, como yo lo creo, si este esqueleto presenta el mismo tipo de conformación física que todas las tribus de nuestro continente, entonces no hay duda de que esos descarnados huesos nos prohíben, con una voz que sale de la tumba, retroceder en busca de una nación antigua perteneciente al Viejo Mundo para hallar a los que construyeron esas ciudades arruinadas, y que ellas no son la obra de un pueblo que ha pasado ya y cuya historia está perdida, sino de la misma gran raza que, miserable, envilecida y degradada, se agrupa todavía alrededor de esas vastas ruinas.
Pero volvamos a las de San Francisco, en que estuvimos dos días más haciendo excavaciones, pero sin lograr nuevos descubrimientos. Entre las ruinas había aquellos agujeros circulares en el suelo, del mismo carácter que los descubiertos en Uxmal. Ensanchada la boca de uno de ellos, descendí por medio de una escalera a una cámara de la misma forma de las que antes habíamos examinado, aunque ésta era un poco mayor. En Uxmal, el carácter de estas construcciones era un mero objeto de conjetura; pero aquí, a tan corta distancia, los indios poseían nociones más específicas respecto de su objeto y usos, y las llamaban Chaltunes, o pozos. En todas direcciones también veíanse aquellas piedras oblongas y ahuecadas, que en Uxmal se llamaban pilas, pero que aquí denominaban los indios Ca o piedras de moler, diciendo que los antiguos las usaban para triturar el maíz, y el propietario nos mostró una piedra circular que los mismos indios llamaban kabtún, o brazo de piedra, usado para el mismo objeto de triturar el maíz. Los diferentes nombres que se dan en distintos lugares a la misma cosa, y los diversos usos que se le atribuyen, demuestran, juntamente con otros muchos hechos, la absoluta falta de todo conocimiento tradicional entre los indios, y acaso ésta era la mayor dificultad que hemos encontrado para atribuir a sus antepasados la construcción de estas ciudades.
El último día volvimos a las ruinas más temprano que de ordinario, y nos detuvimos en el camposanto, enfrente del cual descollaba un frondoso ceibo. Tenía yo un vivo deseo de conocer algo relativo al desarrollo de un árbol de esta clase, pero no había tenido antes la oportunidad de satisfacer este deseo. El cura me dijo que el que estaba delante de nosotros tenía veintitrés años entonces. No cabía duda ninguna del hecho, pues conocía la edad del árbol, así como la suya propia y la de cualquiera del pueblo. El tronco, a la altura de cinco pies del terreno, tenía diecisiete pies y medio de circunferencia; y sus espléndidas ramas difundían en todas direcciones una sombra magnífica. Nosotros habíamos descubierto árboles semejantes a éste sobre las ruinas de Copán y el Palenque, y con tal motivo habíamos atribuido a aquellos edificios una grande antigüedad; pero este árbol disipó completamente mis dudas, y me confirmó en la opinión que he expresado ya de que no podía formarse juicio cierto de la antigüedad de estos edificios, por la corpulencia de los árboles que crecen sobre ellos. Sin embargo de haber considerado entonces a aquel ceibo como un árbol muy notable, después tuve ocasión de ver otros más corpulentos en más favorable situación, y no tan antiguos como éste.
El camposanto estaba cercado de una alta muralla. No carecía en el interior de cierto plan y arreglo, y en algunos sitios se veían sobresalir ciertas tumbas, pertenecientes a las familias del pueblo, decoradas de marchitas guirnaldas y ofrendas piadosas. La población tributaria de este cementerio era de cerca de cinco mil personas, y ya ofrecía un triste y sombrío espectáculo sin embargo de haber cinco años apenas que se había abierto. Había muchos sepulcros recientes y sobre algunos de ellos se veían una calavera y una pequeña colección de huesos en una caja, o envueltos en un sudario, restos de las personas enterradas allí antes, y extraídas después para ceder su lugar a los recién venidos. Sobre uno de esos sepulcros vimos los fúnebres restos de una señora del pueblo, reunidos en una canasta. Aquella dama era una antigua conocida del cura y había muerto dos años antes. Entre los huesos veíase un par de zapatos de raso blanco, que usó tal vez en un baile y que fueron sepultados con ella.
En un ángulo había un recinto amurallado, de veinte pies de elevación y como de treinta en cuadro, dentro del cual estaba el harnero del cementerio. Un ramal de escaleras llevaba a la parte superior, y sobre la plataforma y a lo largo de las paredes había calaveras y huesos, algunos en cajas y cestas, otros envueltos en una manta de algodón, listos ya para ser arrojados al común harnero; pero veíanse aún sus letreros e inscripciones para dar a conocer, aunque fuese por un momento más, los individuos a quienes habían antes pertenecido. Dentro del recinto, confundidos con la tierra hasta la profundidad de algunos pies, estaban los huesos del pobre, del rico, del grande, del pequeño, hombres, mujeres, niños, españoles, mestizos e indios, todos mezclados al acaso, según les llegaba su turno. Entre toda esta confusión veíanse los fragmentos de vestidos de colores vivísimos, y la larga cabellera de las mujeres, adherida aún al cráneo. De los tremendos recuerdos que anuncian el triste fin a que está condenado todo lo que tiene vida y belleza en este mundo no hay ninguno que me afecte con más viveza que éste: el adorno y encanto de una mujer, el objeto peculiar de su gusto y cuidado continuo, suelto ya, desgreñado, hecho trizas y confundido entre huesos áridos que marchan en progreso a la pulverización.
Dejamos el camposanto y emprendimos nuestra marcha a lo largo de la calle real del pueblo, y entonces fue cuando me hizo mayor impresión el carácter quieto, contento y pacífico de toda esta población. Los indios estaban sentados en sus patios, a la sombra del cocotero y del naranjo, tejiendo hamacas o preparando palmas para sombreros; los muchachos retozaban desnudos en la calle, y las mestizas se hallaban sentadas en las puertas de sus casas costurando. La noticia de nuestro hallazgo de huesos había producido cierta sensación. Todos deseaban saber el resultado del trabajo del día, y se incorporaban al ver pasar al cura; los indios venían a besarle la mano y, según observó el mismo cura, todos eran felices, excepto cuando la cosecha de granos no era buena. En una plaza de tanta actividad y confusión como nuestra propia ciudad (Nueva York) es imposible imaginarse la quietud y tranquilidad del pueblo de Ticul.